Unos de mis hermanos seminaristas tienen lo que se llaman “Cruces Consoladoras.” Estas cruces de madera frecuentemente están hechas en La Tierra Santa o en otros sitios de peregrinaje y se llaman así porque se sienten muy suaves en la palma de la mano. Unos de nosotros hemos empezado a llamarlos “cruces ergonómicos,” en plan de broma, porque incluso la idea de una “cruz consoladora” es increíblemente irónico. De todos modos, esta ironía inofensivo señala el deseo que todos tenemos de evitar la incomodidad y el sufrimiento.
La primera lectura de hoy es del Libro del Profeta Jeremías, quien ciertamente sabe algo sobre el sufrimiento. Aprendemos que el pueblo de Judá está planeando maldades contra Jeremías diciendo “ataquémoslo de palabra” (Jer 18:18). Le suplica a Dios, “Señor, atiéndeme. Oye lo que dicen mis adversarios. ¿Acaso se paga bien con mal? Porque ellos han cavado una fosa para mí.” (18:19-20). La persecución y el sufrimiento lo espera y le suplica al Señor que se lo quite.
El Salmo Responsorial de hoy tiene un tono semejante. El Salmista está consciente de la trampa que le han puesto y dice “oigo las burlas de la gente” (Sal 31:14). Le suplica al Señor que lo rescate. Mientras la mayoría de nosotros no hemos experimentado una persecución tan intensa como Jeremías, podemos relacionarnos con las súplicas de tanto él como el salmista. Frecuentemente le pedimos al Señor que nos quite una incomodidad en el primer instante que aparezca. Jesús habla sobre las preocupaciones de tanto Jeremías como el Salmista y nos enseña una lección importante sobre el sufrimiento para los cristianos.
Jesús les ha dicho a sus apóstoles que “él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día.” (Mateo 16:21). Muy poco después de la Transfiguración, Jesús de nuevo les dice a sus discípulos que “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; le matarán, y al tercer día resucitará.” (Mat 17:22-23). Al inicio del evangelio de hoy Jesús les dice nuevamente “Ya vamos camino de Jerusalén y el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, que lo condenarán a muerte y lo entregarán a los paganos para que se burlen de él, lo azoten y lo crucifiquen; pero al tercer día, resucitará” (Mat 20:18-19).
Pero parece que Juan y Santiago no están escuchando a estas advertencias firmes de parte de Jesús. Quizá están reflexionando sobre el esplendor de la Transfiguración y quieren compartir en su gloria. Desean sentarse a la derecha y a la izquierda de Jesús en su Reino. Quizá estos hijos de Zebedeo anticiparon otra gran transfiguración al llegar a Jerusalén. Están preocupados solamente del poder y del estatus y se olviden que Jesús va a sufrir y morir. Quizá cuando les pregunta: ¿podrán beber el cáliz que yo he de beber?” se imaginan un cáliz de vino dulce en un banquete royal muy rico.
Se entiende que el resto de los apóstoles están indignados que Juan y Santiago busquen ascenso. Nosotros también nos podemos frustrar con Juan y Santiago por hacer el intento de elevarse. Pero nosotros también frecuentemente deseamos el poder, el prestigio, o incluso una vida cómoda sin la cruz. Queremos una cruz que podemos traer en la mano que ciertamente ni nos astilla. Jesús los corrige a sus apóstoles notando que la grandeza en el Reino de Dios se trata de ser servidor. Él provee un ejemplo de ese servicio al dar su vida en una cruz gigante y áspera.
La Cuaresma es una bella temporada del año para ser bruscamente honestos con nosotros mismos. ¿Somos capaces de beber de su cáliz? ¿Nos llamamos cristianos por la comodidad que nos trae o estamos verdaderamente dispuestos a irnos a la cruz con Jesús? Esta Cuaresma purifiquemos nuestros corazones a través de la penitencia para que podamos seguir a Cristo en nombre de Él mismo.
Juan y Santiago nos ofrecen un poco de esperanza. A pesar de su insistencia inicial sobre el poder y el prestigio, ambos apóstoles pudieron sufrir con Cristo y para Cristo. San Santiago está conocido tradicionalmente como el primer apóstol martirizado en el año 44. Mientras San Juan no era martirizado, la tradición enseña que estuvo al pie de la cruz de Jesús con María. También, lo mandaron al exilio por ser discípulo de Cristo varios años después. Los dos demostraron virtud extraordinario y la habilidad de sufrir por Cristo y su Iglesia. Hoy podemos mirar a los dos como ejemplos y pedir su intercesión, para que podamos aceptar las cruces en nuestras propias vidas.
Santos Juan y Santiago, ¡ruegan por nosotros!